18 julio, 2006

Versos del agua, por Miguel Ángel Rivero Gómez

Nada más jubilarme, decidí abandonar la ciudad e instalarme en la casa del pueblo. La había comprado hacía unos años, con idea de pasar allí las vacaciones estivales y algún que otro fin de semana. No era muy grande, pero estaba cerca del río, a tan sólo unos pasos del antiguo molino donde tanto anduve y jugué de niño. ¿Qué iba a hacer si no?, ¿quedarme en la ciudad para consumirme entre partidas de mus y aguardiente? No. Además, la idea de volver al pueblo, a las raíces de que partí y en las que me formé, y cerrar el círculo, me parecía bastante atractiva. Allí podría disfrutar de la paz que me negó el destino académico y, sobre todo, hasta que me lo permitieran la salud y los años, podría pescar a diario. La monotonía de la pesca había sido durante mucho tiempo mi fuente de reposo, mi medio de evasión de la acelerada vida de la ciudad, a la vez que el espacio donde mejor habitaba en la reflexión que luego nutría mis escritos.

Una de mis primeras tardes de jubilado, mientras pescaba en un escondido rincón a una media hora de la casa río arriba, vi cómo bajaba la corriente flotando sobre el agua una hoja de papel. Esperé a que llegara a mi altura y la recogí con cuidado. Sorprendentemente, aquel papel mojado traía unos versos escritos. Las letras estaban algo borrosas, pero se podían leer. Salí de la orilla del río y puse la hoja sobre una roca para que se secara al sol, colocando unas piedrecitas sobre los extremos a fin de que no se la llevara alguna ráfaga de viento. Volví a entrar al agua para continuar con la pesca. Sin embargo, una fuerte comezón sobre aquellos versos empezó a rasgarme la curiosidad, de modo que al poco tiempo salí de nuevo. Me descalcé las botas de agua y me senté sobre la esterilla para leer el poema. Llevaba por título “Soledad agorera” y eran unos versos espléndidos. Lo releí varias veces, descubriendo a cada paso en él mayor hondura, como sólo me sucede cuando leo a mis clásicos. Un rato después, recogí mis cosas y volví a casa. Durante toda la noche estuve dándole vueltas a aquella extraña experiencia, releyendo el poema y hojeando en mi biblioteca los poemarios de mis autores favoritos, aunque estaba seguro de no haberlo leído nunca.

Al día siguiente volví a salir a pescar por la tarde y fui al mismo lugar. No estaba relajado como siempre que salgo al río. Me encontraba algo inquieto y conocía cuál era la razón. Más pendiente que de la pesca, estaba de la remota e ínfima posibilidad de que la corriente arrastrara un nuevo poema. Y llegó. A última hora de la tarde apareció una nueva hoja emborronada de versos. La rescaté del agua y la puse a secar tal y como hice con la anterior. Venían dos poemas esta vez, aunque uno de ellos con varias palabras ilegibles. Nuevamente, la profundidad de aquellos versos volvió a sobrecogerme, a tentarme en las más recónditas entrañas de mi sensibilidad poética.

Este suceso, que se fue repitiendo una tarde y otra durante bastante tiempo, pasó a ocupar un primer plano en mi rutina diaria. Me dediqué a recopilar los poemas y a pasarlos a limpio, tratando de descifrar con esmerado esfuerzo las palabras que el agua se había ocupado de silenciar, y deleitándome en aquella labor que creía me había sido secretamente confiada.

Llevado por una inevitable curiosidad, tras meditarlo varios días una tarde decidí subir río arriba con idea de encontrar al anónimo poeta. Alcancé una considerable distancia del paso del río por el pueblo, sin encontrar a nadie. Al llegar al puente de la carretera comarcal, lo crucé y regresé por el margen contrario, pero con igual suerte. Sí pude observar, en cambio, a lo largo del paseo que aquel río escondía algo especial, una suerte de melodía reveladora, sólo perceptible si se prestaba mucha atención en absoluto silencio al sonido de la corriente. Un gran desconcierto me acompañó a causa de todo aquello durante toda la noche, sin apenas dejarme dormir.

A la mañana siguiente llamé a Horacio, un antiguo compañero de la Universidad, también ya jubilado y que era experto en poesía contemporánea. Le comenté el caso y ese mismo fin de semana se presentó allí. Antes de almorzar, le di los poemas para que los leyera con tiempo, mientras yo preparaba la comida. Quedó perplejo.

-Oye, aquí hay poeta, ¿eh? –me dijo nada más acabar de leerlos.

-Sí, ¿verdad? –le contesté.

-¡Y de los buenos, vaya si de los buenos! ¡Es magnífico!

Esa misma tarde, fuimos al río. A última hora, como casi cada día, apareció una nueva hoja de versos de mi poeta anónimo. Una vez más, eran extraordinarios y Horacio quedó conmovido al leer el poema allí in situ, recién parido por el río. Antes de marcharse, me propuso comentarle a su editor el caso para ver qué le parecía, a lo cual accedí. Una semana más tarde me llamó con buenas noticias. Al editor le había parecido muy sugerente la idea y quería que le enviara los poemas cuanto antes para leerlos. De las 43 hojas que había recogido en todo este tiempo logré rescatar 50 poemas, que aparecerían dos meses después publicados con el título de Versos del agua, acompañados de un pequeño prólogo que escribimos juntos Horacio y yo.

Iñigo, el editor, quiso llevarnos el libro en persona y se presentó en casa un sábado con Horacio. Decía tener curiosidad por conocer cuál era la fuente de inspiración de aquella singular historia. Después de almorzar y pasar unas horas conversando sobre el libro y sobre el vacío de la poesía contemporánea, fuimos a dar un largo paseo por el pueblo y sus alrededores. Llegamos al río a la hora en que yo suelo ir a pescar y en que aparecían los poemas, y nos sentamos en la orilla a esperar que la corriente arrastrase una nueva hoja. Sin embargo, no llegaba. Había sucedido otras veces, supongo que porque se atascaba entre alguna rama o entre los juncos río arriba, y quedaba retenida. Esperamos un buen rato y justo cuando nos disponíamos a volver a casa apareció una hoja sobre el agua. Me descalcé rápidamente los zapatos y entré para recogerla. Iñigo quedó maravillado ante aquella experiencia. No lo podía creer.

-Pero, pero… No puede ser –dijo asombrado-. Yo pensaba que todo esto de los poemas arrastrados por la corriente del río era una artimaña que habíais ideado para editar vuestros poemas.

-¿Qué? -contestamos Horacio y yo al unísono.

-Hay que buscar a ese poeta. ¡Imagínate! Con la calidad de los poemas y una buena publicidad esto puede ser una mina.

Sin ni siquiera preguntarnos, Iñigo comenzó a caminar dirección río arriba. Intenté detenerlo comentándole que ya había subido alguna vez y que no había encontrado a nadie, pero no me hizo caso. Seguimos caminando por el margen del río hasta que, a la altura de una pequeña caída de agua, encontramos al poeta. Era un hombre mayor, con unas pobladas barbas canas y semidesnudo, cubierto tan sólo por una especie de taparrabos hecho jirones. Estaba sentado sobre una roca, con su curtido cuerpo iluminado por los ya tibios rayos del sol, y un cuaderno viejo y raído entre sus piernas. Nos ocultamos entre unas zarzas para observarlo sin que nos viera. Permaneció un rato inmóvil, en una cierta pose meditabunda, con la mirada perdida sobre la corriente del río hasta que, de repente, inclinó la cabeza sobre el cuaderno y se puso a escribir. Pasaron unos minutos en los que escribió de seguido, sin detenerse, y nada más parar, arrancó la hoja del cuaderno. Luego recitó el poema en voz alta y dejó caer la hoja desde lo alto de la roca donde se encontraba hasta el agua, observando con una leve sonrisa su lenta caída. Justo en ese momento salimos de las zarzas, causándole un gran espanto a aquel hombre, que se sobresaltó muchísimo al vernos irrumpir allí como de la nada. Una vez que se repuso del susto, cerró el cuaderno con un fuerte golpe y se puso en pie, sin dejar de retirarnos la mirada. Estaba dispuesto a marcharse de allí de inmediato, pero Iñigo lo retuvo.

-Espera un momento –le dijo-. Tenemos algo para ti.

Esperó sobre la roca e Iñigo le entregó un ejemplar del libro que llevaba en su bolso.

-Versos del agua –leyó en alto con una voz grave.

Abrió el libro y empezó a leerlo. Pasaba de una a otra página agitadamente, cada vez con mayor rapidez, mientras su rostro iba encendiéndose.

-Pero, pero… –dijo medio tartamudeando- ¿Qué habéis hecho?

Su cara reflejaba la más honda indignación que jamás antes había visto. Yo me sentía en buena medida responsable de aquello, de modo que afronté la situación y le dije que había ido recogiendo los poemas del río un poco más abajo, que me parecían maravillosos, y que por eso los había editado.

-Pero no son vuestros poemas –replicó entre sollozos-. Pertenecen a este lugar. Aquí brotaron, siendo yo su solo intermediario. Este agua me dio el ritmo, y los árboles, los pájaros, el sol, el viento, me prestaron las palabras con que llenarlo. Del agua surgieron y el agua es su vida y su sino. ¿Quién os llamó a sacar a estas criaturas acuáticas de su espacio? ¿No os dais cuenta de que los habéis matado?

Diciendo esto, aquel hombre arrojó el libro violentamente al agua y se marchó furioso, con los ojos encendidos de lágrimas. En ese momento, el río se secó de palabras y nunca más volvieron a aparecer poemas sobre su lecho. Por mi parte, yo nunca más pude volver a escribir y vivo desde entonces refugiado en la remota aunque paciente esperanza de que algún poeta anónimo vuelva a desvelar un día el genio poético de aquellas melodías fluviales, cuyo secreto yo no supe guardar.

La creación del Tormes narrada por una ninfa, por Isabel Castaño, Raúl Vacas, Juanjo Domínguez, Andrea, Dolores y Miguel A. Rivero.


En el principio de los tiempos un chorrito de agua caía sobre el valle. Fue entonces cuando la Ninfa deseó bañarse y jugar con el agua. Se colocó debajo. Empezó a chapotear y se formaron pequeños arroyuelos que discurrieron por el valle arrastrando piedras, palitos y anegando la hierba. Estos arroyuelos recogían agua de los pequeños charcos, desembocaban en las charcas, alegraban a las ranas | y terminaban por embalsarse en los profundos hoyos de los montes. Era todavía el tiempo en que los dioses no habían terminado de decidir la forma de las montañas y algunas estaban cabeza abajo, o tiradas sobre el terreno esperando el orden de su acuerdo. Por eso, cuando el agua acumulada terminó por desbordarse no hubo | ninguna senda en que encauzarse las aguas. Aguas que como señalaba la tradición estaban allí para cuantos desearon iniciarse en los ritos eróticos soñados por unos, deseados por otros e incluso fomentados por muchos. En aquel preciso instante fue la audaz Ninfa quien decidió sumergirse en las aguas cristalinas. Ella no percibió la presencia de los dioses por los entornos, escondidos tras el alto follaje que rodeaba aquella ribera frondosa. Sabía que su deseado Príapo, el bien dotado, se acercaría al oír el susurro de las aguas. Aguas, que cantarinas, deleitarían su presencia y eso ya le excitaba. Pensaba que las aguas iban | a desbordarse, pero se orientaron en un gran cauce, que se abrió paso entre montañas, acogiendo en su seno a otros arroyos menores, ante los que hacía las veces de Padre.

Contemplando el espectáculo, el todopoderoso Zeus descendió a la tierra bajo la forma de un soberbio toro y se reunió con su hija. Orgulloso de ella, le felicitó por su trabajo y le advirtió que ya sólo le faltaba poner nombre a aquel magnífico río.

- Tormes será su nombre, Padre, en homenaje a los bravos toros que habitan estas tierras y que tú acabas de honrar asumiendo su forma para ante mí presenciarte. Tormes, donde beben los toros de estas ricas tierras lindantes con los confines del mundo.

El Corbones, por Miguel Ángel Rivero Gómez

El verano vino más pronto que de costumbre. A principios de mayo, ya se ocupaba el calor de asolar nuestras tardes sin colegio. Como a las cinco nos reunimos con nuestras bicicletas junto al puente viejo, dispuestas a darnos el primer chapuzón del año. Teníamos que buscar un buen lugar, y escondido, fuera del alcance de los chicos. Pedaleamos casi media hora, hasta dar con una arboleda bien retirada, donde a buen seguro no llegarían. Corría bastante agua, pese a que no había sido un invierno de lluvias. Ninguna quería ser la primera en desnudarse, en desvelar los cambios que el tiempo había operado en su cuerpo a lo largo de todo un año.


-Venga, ¡todas a la vez! –nos animó Claudia.


Y allí que fuimos. Nos desnudamos de forma acelerada, dejando nuestras ropas desperdigadas por la hierba, en total confusión, y nos lanzamos a agua. Era magnífico poder combatir de alguna manera a aquel enemigo periódico e infalible. Lo estábamos pasando genial. Nos reíamos señalándonos nuestros delgados pezones en erección. Hasta que llegaron los chicos. Allí nos descubrieron, y nosotras con nuestras solas cabecitas fuera del agua, vestidas por el solo río, mientras ellos jugaban con nuestras ropas, haciendo gestos estúpidos. ¡Qué terrible la impotencia de la vergüenza adolescente!

03 julio, 2006

Escena erótica en diez palabras, por Isabel Castaño

Pacto
tacto
pecho
lecho
uy
zas
te vas
me fui

Límerick, por Isabel Castaño

Las viejas damas que anidan en los parques
y nunca comen sin dar a las palomas antes
peinan sus cabellos canos
con los dedos de una mano
¡panaderitas que están por todas partes!

Haiku, por Isabel Castaño

Mira la piedra
el sol se posa en ella
y la encandila.

Poema con monosílabos, por Isabel Castañó

Hoy no te fui fiel
vi la paz del mar
y le di mi piel
él me dio su sal.

21 junio, 2006

Librería Hydria. Panel completo (inferior)

Facultad de Filología. Panel completo

Varios en Letra Hispánica




18 junio, 2006

Parar, por Miguel Cobaleda

Corríamos cada uno por una de las orillas, parecía un juego pero no había puente, nuestras miradas atravesaban un abismo insalvable que igualmente hubiese podido ser entre montaña y montaña, entre mundo y mundo, entre la vida y la muerte.

Ni siquiera nos atrevíamos a hacer gestos para no sobrecargar ese hilo de nada que nos separaba y unía ¿cómo podíamos saber que la soledad no puede sobrecargarse? Éramos muy niños -la vida humana no da para crecer- y quizá no sabíamos verdad tan evidente, pero la sima infinita nos parecía infinita, sólo al madurar vas aprendiendo, que ya digo que en una vida humana no se puede no hay tiempo.

Vagamente recuerdo que estaba en nuestro ánimo empezando a crecer la idea de que tendríamos que despedirnos, pero sin saber muy bien cómo. Y entonces apareció el buhonero.

En efecto, te despides de alguien que se marcha y al que no volverás a ver, al menos durante un tiempo. Y no te despides de aquéllos a quienes ves y oyes de continuo, pero... El buhonero tenía, me dijo (nos dijo, y eso es raro, quizá es que había a la vez dos buhoneros, o uno solo que estaba en ambas orillas del río) la solución del problema. Porque claro, que veas y oigas al otro no significa que no haya una sima entre ambos y que, por lo tanto, no debas realmente despedirte.

La respuesta era un silbato, así de simple, un silbato. Una pieza pequeña de metal muy gastado aunque con brillo de plata, una ranura ciega que mataba el sonido, un silbato sordo, eso es lo que me dijo... y silbó con toda fuerza y no oí no oímos nada pero el río se paró de repente, todo el río, hecho piedra al instante el entero caudal. Dudé yo si sería de verdad el silbato, o el silbato era truco para ocultar la magia y el inmovilizador de ríos era el propio buhonero; como éramos niños, de algo teníamos que dudar para quedarnos tranquilos con una explicación alternativa y satisfactoria.

Y ya no hubo más. Pasamos andando por sobre el sólido puente de agua detenida, nos dimos un abrazo, jugamos a deslizarnos y a saltar y a correr, al fin nos cansamos de certificar la maravilla y salimos del cauce. El buhonero silbó nuevamente en silencio y el flujo del torrente se convirtió en torrente, a veces los milagros son tautologías.

Ya me maliciaba el precio impagable que iba a pedirme el hombre por aquel artilugio (si no pensaba venderlo ¿por qué tanta propaganda?), cuando lo deslizó en mi mano, diciéndome es un regalo y me quedé como el río, detenido y de piedra, puro asombro admirado y gratitud fósil.

Allí fue ella. Parar, fluir, parar, fluir, parar, fluir... el pobre caudal estaba como poseso, ya podéis imaginar, juguete de un niño que tiene un silbato paralizador de ríos...

Cuando el viejo ambulante me vio pensativo -muy luego de tanta aventura maravillosa-, observando el cilindro con ojo analítico, acercándome al agua y examinando las ondas como hidráulico experto, sonrió comprensivo y se avino a explicarme por tranquilizar mi ánimo.

En efecto, era un truco, no se puede parar la corriente de un río. Lo único que hacía el famoso silbato (que guardo en algún sitio como recuerdo de infancia) era moverlo todo, todo lo demás, las orillas, los árboles, las montañas, los campos, los soles, las estrellas, a la misma velocidad con que fluía el agua, dando de este modo la sensación -pero falsa- de que era el propio torrente el que se había parado. Así se explica, no podía ser de otro modo, nadie puede detener la corriente de un río.

No me salvas (poema sobre poema), por Mamen Somar

Donde el viento mece la espera, donde la tarde oscila sin miedo a ser digerida por la oscuridad, ahí se encuentra mi orilla.

Es ahora cuando mi pecho se despoja de la armadura, en esta corriente que se dilata a escondidas, alumbrando al fondo, tu mirada triste. La humedad acierta sin miedo, solloza sin llanto y la jara se descalza, hunde sus pies blancos en la tierra para invadir la memoria con su aroma.

Tus dedos ya no lían en los recodos y en las curvas.

Sólo agua entre tanta soledad... Me faltas.

Permanecen las huellas, pétalos que emergen en cenizas.

Alborotas mi ansia. Eres la medida de todas mis letras y el saberlo atraviesa el pecho despacio, gota a gota, de parte a parte.

Entregada al río que refleja entre semillas tu rostro, soy un cuerpo a la deriva.

Donde el viento mece la espera, donde la sombra mordió los bordes, allí, sin pluma ni lengua estaré yo, entre todas las palabras que mueren de tiempo.

Es tarde. La noche fluye sumergida en un reflejo abatido de luna y distancia.

Me lleva la corriente... y tú no me salvas.

Antakarana, por Obdulia Mateos

Sentada en la peña Señora que desde el valle se divisaba, creía estar y estaba, sin estar.

Sentía, y al ver el agua bajar del risco soñaba que el arroyo manso del valle que amansaba la cascada, era un gran río y así vio desde la peña Señora agrandarse hasta el infinito el río que llegó hasta otro más grande y éste a su vez fue a otro río y así sucesivamente hasta llegar a perderse en su mar. El mar habló con otros mares y acordaron dejarlo pasar hasta un continente afligido por su deshidratación. Se dividió y se extendió desde los mares del corazón y regó la tierra sedienta de amor.

Desde la peña Señora en la que nadie subió, la fuerza del deseo que pidió, creyó y sintió. Cruzó tres siglos y el futuro le mostró sonrisas de sabios, carcajadas inocentes de niños felices, alegría de humanos sin odiar la historia que hicimos soñando.

Regresó a la dehesa a seguir contemplando a la peña Señora y la peña El Rayo, la de los dos huevos y las que me callo. El arroyo claro y el humilde risco que se ha ido olvidando. Un antakarana al país de los desheredados

Primavera, por Claudia Toda

Hay historias comunes y corrientes, corrientes como acequias que mueren en alcantarillas, corrientes como los intermitentes charcos de las calles. Historias que de pronto muestran el resbaladizo azabache de una babosa oculta o el reflejo tardío de una espadaña en una tarde larga y suave.

Las historias corrientes fluyen de boca en boca, avanzan, cambian, evolucionan, se remansan, se embalsan, a veces se resecan en forma de viejas leyendas o se eutrofizan en mitos cenagosos… Pero si hay suerte cierran su ciclo, manan siempre de fuentes diferentes, fluyen de otras bocas a otros oídos y vierten al eterno mar de las palabras, donde todo es posible y el lago se convierte en mar y la mísera cabaña en un palacio y el joven pescador en príncipe de virtudes incontables… Así son las palabras y así son las historias.


Hay, además, personas comunes y corrientes que como acequias acuden al trabajo cada día y como intermitentes charcos se atreven a soñar con otros mares. Personas que de pronto se abren como granadas, mostrando un sinfín de negras pepitas brillantes o el reflejo azul de una tarde de sol en el Mediterráneo.

Las personas corrientes fluyen de unas etapas de la vida a otras, avanzan, cambian, evolucionan, se remansan, se embalsan, a veces se resecan en forma de viejas ilusiones o se eutrofizan en rencores cenagosos… Pero si hay suerte cierran su ciclo, manan siempre de lugares diferentes, fluyen buscando bocas que cuenten y oídos que escuchen aquellas historias provenientes del eterno mar de las palabras en el que todo es posible y la ciudad se vuelve metrópolis y la oficina es un velero y uno mismo, quién sabe, es un contador de historias infinito…. Así son las personas y así son las palabras.


Sucede a veces que una persona corriente se encuentra con una historia corriente y no puede dejarla escapar; sucede que las historias dan con el protagonista adecuado y no pueden permitir que la trama no se represente.


Venía el verano pronto o tarde, dependía de la hora del día. A las tres de la tarde el sol era intenso y la sombra se hacía imprescindible, pero hacia las nueve se levantaba una brisa fresca que hacía aflorar las chaquetas y enfriaba lentamente las puntas de los dedos. Hacía tiempo que lo conocía y que le interesaba; algo en él creaba un campo intenso de atracción, y ella quería explorarlo y saber si habría quizás alguna acequia escondida en que poder meter los pies en una tarde calurosa. Quería surcar ese campo y poner la oreja en la tierra y escuchar si, en las profundidades, sonaban aguas subterráneas.


(Hacía tiempo que, en el mar de las palabras, una corriente de fondo se había puesto en movimiento).


Empezaron a verse con cautela, recordando citas adolescentes. Sin rumbo atravesaban la ciudad, disfrutando la sombra de centenarias catedrales, aprovechando agradables rincones poco conocidos, explorándose en palabras que se alargaban y en conversaciones que se estiraban más allá del atardecer. Al lado del río había un paseo en cuyas lindes habían salido amapolas y campánulas, transitado por niños en bicicleta y adolescentes tan desorientados por aquella explosión de primavera como ellos mismos. Al fondo del paseo había unas mesas que ellos usaban como bancos; se sentaban allí a ver pasar el agua, algún piragüista solitario, a las golondrinas cazando mariposas con nombre de letras griegas… Jugaban a adivinar la dirección del río, a juntar palabras absurdas, a contarse lo primero que les pasaba ante los ojos. Un día él le contó que las derivadas podían entenderse si se pensaba en ríos, puentes y barcas, y ella no entendió nada pero pensó que derivar sólo podía entenderse una vez que avanzas sin rumbo por un mar de palabras ondulantes… a la deriva bajo el sol.


(En el mar de palabras, en efecto, la corriente de fondo había empezado a levantar pequeñas ondas intermitentes).


Habían ido tomándose la medida, y ahora ella sabía que el campo que él irradiaba contenía, además de una acequia, un complejo sistema de canales que dibujaba una perfecta cuadrícula. Cada cuadro era verde y fértil, cultivado con esmero, cada uno era distinto y cada uno era, en sí mismo, un mundo nuevo. Además, puso la oreja en la tierra húmeda y oyó en su fondo un fluir atronador de notas musicales, un torrente incontenible y desbordante. Tuvo, quizás, un poco de miedo.


(Las palabras, en aquel mar remoto, habían comenzado a encadenarse en forma de olas).


Hacía tiempo que el sol se había ocultado y un pedazo fragmentario de la ciudad brillaba ante ellos, iluminado por farolas y surcado por pequeños coches de faros amarillos. Una mano fría se coló bajo un jersey, una nariz fría buscó el calor de un cuello, la carne de gallina y el alma de cristal…


(La historia ya no podía esperar, se reveló brillante en la cresta de las olas y se anudó alrededor de ellos, anudándolos).


Así que ellos se aferraron a la historia y la representaron. Abrieron las compuertas y compartieron todas las corrientes que los componían: compartieron literatura y sinfonías, compartieron bromas absurdas y obsesiones aún más absurdas, mezclaron experiencias y recuerdos, desembocaron uno en el otro, eran afluentes y receptores al mismo tiempo, eran mar y nube y lluvia y palabras que salían de ningún sitio. Cuando él estaba boca abajo, ella recorría el surco suave de su espina dorsal con un dedo: allí estaba todo. Ése era el canal por el que fluían letras, notas, besos y caricias, derivaciones y desvaríos… Apoyaba la oreja contra su espalda y oía cómo, entre las vértebras, aquel río subterráneo se convertía en un mar inmenso que le contaba historias.

Le contaba, a veces, esta historia. La historia corriente de dos personas corrientes que se vieron de pronto en un velero, surcando el perfil de las metrópolis y capaces de crear, con sólo escucharse, incontables historias infinitas.

Agua pura y dura, por Natividad Gómez

Isacio era un hombre muy atormentado por la culpabilidad que oscurecía su alma y no le dejaba vivir tranquilo. Un día, llegó a sus oídos el rumor de que en un remoto lugar del planeta habían descubierto, en las profundidades de una gran montaña, un rió cuyas milagrosas aguas curaban todos los males del cuerpo y del espíritu de aquellos que las bebían.

Sin pensárselo ni siquiera un segundo, llevando como único equipaje el recipiente más grande que había logrado encontrar, emprendió un largo camino al encuentro del remoto lugar, de la gran montaña y de las milagrosas aguas, con la esperanza de limpiar, de una vez por todas, la negrura de su alma.

Treinta días y treinta noches sin interrupción tardo en encontrar el bendito líquido. Con gran premura llenó a rebosar el recipiente con el valioso tesoro y sin detenerse a descansar ni un momento emprendió el regreso. La pesada carga unida al cuidado que puso en no derramar ni una sola gota del preciado elixir hicieron mucho más ardua y lenta la vuelta.

Pasaron sesenta días y sesenta noches hasta que volvió .

Ya en casa, antes de comenzar a beber, contempló ensimismado la trasparencia del líquido en el vaso. Durante todo un día y una noche bebió y bebió sin descanso y al minuto exacto de haber bebido la ultima gota, un gran charco de agua límpida y clara esparcida por el suelo de la habitación era lo único que quedaba del pobre Isacio.

El río de la vida, por Vanessa Jiménez

Tarde                                       pronto                                    nunca

el                           mundo                          fluye

y                      no                   ríe

Más el Mundo gira y al girar

Envuelve en su lamento

Al Mundo que no llora

sino que rie

que goza

que vive

pero

tarde se da

cuenta de que el

lamento

es yermo y la risa fluye

y cuando lo sabe la vida que ya no tiene

se diluye en el mar oscuro cuyos abismos son insondables.

Desde esta orilla, por Clara González

A esta hora aún temprana del alba, que la ciudad comienza a desperezarse, mi perro, atrapado por la correa al picaporte, sigue mis pasos tumbado sobre el suelo, mientras rezonga y levanta la cabeza, esperando el momento para salir a la calle. Al apagar la luz, como en un ritual, se levanta, se sacude las orejas, y con la lengua fuera jadea. Es el instante que por la ventana un bosquejo de luz comienza a iluminar la sala. Lentamente, a medida que los días se alargan, los colores van adquiriendo tonalidad entre la penumbra.

Fuera, sobre el puente que cruza el río, la luz ambarina de las farolas corteja el agua. Con paso constante cruzamos el puente. Tor, a mi paso, husmea el suelo, cuela el hocico entre los barrotes de la barandilla y se lo lame. Abajo la panza del río rumia espesa entre los ojos del puente, mientras el amanecer contornea la ribera. Los juncos violáceos, parpadean entre la brisa y la corriente del río. Los sauces, hacía el suelo, bosquejan sus ramas lloronas. Mientras la claridad extenúa la luz de la farolas, el cielo se bebe el río, lo platea, lo realza allá donde el sol expande en tira-líneas sus rosáceos rayos sobre las aguas.

Con fragor, el trinar de los pájaros se propaga en un eco encadenado, y resuena en los flancos almidonados del río. Entre la vegetación que enaltece las aguas como en un espejo, las ondas, en minúsculos círculos, se agrandan, y milagrosamente, en un instante, desaparecen. Sobre el cauce que va hacía el viejo molino, las aguas atropelladas se precipitan en pequeñas cataratas sobre la presa, y es cuando, el rumor del agua me cautiva y la soledad me sobrecoge.

A lo lejos, sobre los puentes, viandantes de un sentido a otro, como miniaturas cruzan el río, mientras se pierden borrosos entre la luz que cae solazada sobre las aguas. A palo de ciego, el perro tira de mí, bajamos por un talud. Cada vez más deprisa nos precipitamos sobre la chopera. Las copas de los chopos, altivas, divulgan el cielo, mientras que las hojas, como serpentinas tornasolan el suelo, y el aire las mece de plata a verde.

A pinceladas, el sol se entretiene matizando colores. Con chispas doradas, motea las aguas, destellos del río, donde la luz se hiende ciega bajo la profundidad. Desde la orilla siento a mi perro zambullirse sobre el agua, sale trepidando y se sacude la humedad. Se sienta a mi lado y a dos patas, ronronea cuando le acaricio, mientras una brisa de seda acaricia los chopos, y las ramas crepitan como si ardieran. El cielo se rompe bajo mis pupilas, bajo este río ciego que evoca mi pensamiento, cuando recuerdo los días que aún veía.

Los muros del castro, por Mercedes Hernández

Del fondo de un baúl rematado en acero, Ofelia sacó una mantilla de lana, tejida a mano, para abrigar a la recién nacida. Luego, se acercó a la leña apilada y cogió unos cuantos leños para echarlos al fuego que ella misma había encendido unas horas antes. La mañana era gélida, y no quería que a su bisnieta, la tercera, la estremeciera el gélido viento frío de enero.

Leonor despertó al mundo con su llanto, pero en cuanto la tranquilizaron los arrullos maternos, su mirada inquieta voló por los alrededores del antiguo castro celta donde habían vivido sus antecesores de más de siete generaciones, y que llegaron allí a probar suerte junto al río Astueca, conocido hace muchos siglos, como el río del oro. De aquella época solo quedaban los lavaderos horadados en el granito y unas nueve familias que luchaban por la supervivencia diaria junto a las márgenes del río.

Leonor se trasladó al pueblo con su familia unos meses antes de cumplir los quince años. Intentaron alimentarla con el recuerdo de una historia que le parecía ajena y con proyectos que los sacaran a todos de allí. Desde entonces, la acompañaba una extraña sensación, como de estar en medio de dos cosas, igual que el río que conocía estaba entre dos orillas.

-Desde luego, esta chica no es como las mujeres de esta zona -escuchaba a menudo a sus espaldas como una queja desesperada.

Leonor no había nacido para ser símbolo del silencioso trabajo de las mujeres que conocía y de aquellas de las que había escuchado hablar. No quería alimentar fuegos que alimentaran ollas de cobre, ni despellejar animales, ni seguir escuchando leyendas mientras contemplaba cómo se extinguían las últimas ascuas bajo las estrellas. Era confortable, pero era insuficiente. Del pasado solo le atraía la vida de su bisabuelo Esteban quien, en época de hambre, se descolgaba con una cuerda por los escarpados riscos y cruzaba el Cañón del Duero para conseguir, detrás de la otra orilla, alimentos y otros productos que luego vendía de estraperlo.

En muchas ocasiones, y aun en su adultez, Leonor iba hasta lo alto del risco y desde allí, sentada, observaba el río, ancho y profundo de cruzar, y largo hasta el infinito puesto que ni ella, ni ninguno de su familiares, sabía dónde nacía o hasta dónde llegaba a morir. Si era verano, bajaba al margen del río que la había visto llorar por primera vez, metía los pies en el agua y se inundaba de su corriente mientras miraba la otra orilla, detrás de cuya arboleda amanecía Portugal, y, un poco más allá, el mar. Sentía, entonces, y siempre, que le faltaba una mitad, que no sería una Leonor completa hasta que no conociera las dos orillas del río, sus dos vidas; de mismo modo que su río del oro, o ningún otro, sería río si no tuviera dos orillas. “Mi hombre no está en esta orilla”, se decía en la contemplación del paisaje; “Ni mi hombre, ni mi vida”. Esta idea latía adormilada en sus sienes, como un virus que no recuerda su función hasta que es espoleado por el recuerdo. El impacto que abasteció de virulencia al sueño de Leonor fue la imagen de su abuelo Esteban, convertido, éste, en la leyenda donde ella apoyaba su añoranza, y su deseo de escapar de los muros del castro. Era la leyenda donde ella podía pasear su cerco misterio, además de junto a la orilla del río Astueca.

Estaba orgullosa por vivir en el mismo lugar en que se asentaron los celtas, o por dormir bajo el mismo cielo que conocieron los romanos; pero, sobre todo, por heredar el río inagotable que se abrazaba a la risco y se escondía, en un perfecto meandro, a su izquierda.

-Si tuviera el coraje de mi abuelo -dijo un día a sus padres-, y algo tendré, porque llevo su sangre en mis venas, cruzaría el río y abandonaría los muros del castro.

Con el paso de los años, Leonor lanzaría una moneda al aire y arriesgaría a cara o cruz. También ella se convertiría en un símbolo para el pueblo, con sus dos caras, como su río de oro: vida y muerte; realidad o quimera.

Ofelia y Mapa físico, por Isabel Castaño

OFELIA
Nunca la noche estuvo tan hermosa como cuando la tísica flotó, aguas abajo, escoltada por un banco de sardinillas que jugaban a pasar entre sus dientes tan blancos; con los cabellos enredados de algas y lotos y los brazos extendidos como alas.
Sin embargo el forense indicó a los guardias que impidieran a la gente acercarse por miedo a que la muerte les contagiara su estética, y en las noches venideras se las pasara levantando cadáveres en un pueblo tan impresionable.


MAPA FÍSICO
Desde su celda tiró la colilla encendida al cauce del río mientras situaba en el mapa de su cabeza aquellos prados en pendiente vistos con los ojos de antaño. Y por la quemadura redonda y humeante de la cuenca de sus ojos comenzó a manar un llanto de heno líquido, bosta y manzanilla. No necesitaba seguir su rastro. Sabía que ese oloroso río desembocaba directamente en la mar.

Cuerpo de Hombre, por Paz Castaño

Me llaman Cuerpo de Hombre y mi madre es la Naturaleza. Ella me engendró en las entrañas de la tierra y me parió allá en la montaña de Calvitero. Cuenta que mi nacimiento fue discreto; apenas un hilo de vida corría por mis venas.
A medida que exploro el mundo, sierra abajo, mi cuerpo crece y se hace más fuerte. Mientras me dejo deslizar suavemente por el valle, llega hasta a mí el susurro de los castaños y los olmos que invaden los sotos. Mi viaje es muy placentero salvo cuando entro en Béjar; me siento encajonado y ceñido entre fábricas que han creado los hombres, aprovechándose de mis aguas jabonosas gracias a la Saponaria que crece en mi ribera. Pero me escupen su porquería tras abatanar y lavar la lana y, además, no se cansan de insultarme; me llaman maloliente. Madre me aconseja que no haga caso, que arrastre con fuerza esa suciedad y ruja todo lo que pueda para no oírles, que al fin y al cabo no pueden hacerme daño. Solo son hombres.
Mi recompensa es seguir mi curso camino de Puerto de Béjar. Cuando ante mí aparecen de pronto sus montes me lleno de su belleza, sobre todo en otoño con su variedad de tonos amarillos, tostados y el verde desvaído de sus castaños; me abro relajado hasta llegar a Montemayor del Río, donde muero un poco cada día al verterme en mi padre Alagón, hijo de Tajo, a su vez hijo de Atlántico.

De cómo se fundó el río Tormes 4 - Taller de Clara Obligado

Teresa, Dolores, Miguel y Raúl

En el principio de los tiempos, un chorrito de agua caía sobre el valle. Fue entonces cuando la Ninfa, graciosa fuente de la confusión de los dioses,...

...se sintió atraída por el inicio de aquel manantial. Surgía de una cueva próxima a la falda de la montaña. Montaña que adoraban hasta los sátiros por su gran magnetismo. La montaña atraía a todos los poderosos. A tantos como eran seducidos en las noches primaverales por el gran Príapo...

...Cuidándose de que nadie la observaba, salvo Zeus vigilante, la Ninfa se acercó al manantial y hundió sus pequeñas manos en el agua. Cerró los ojos y, en ese instante, comenzó a manar el manantial con mucha más fuerza, cada vez con mayor violencia, arrastrando los arbustos de la orilla...

...Una fuerza incontrolable dominó el curso de aquel río, de aquel húmedo llanto que atormentaba, oh Tormes, tormento, a los hombres mortales que soñaron el mar.

Ese día y esa noche nació el Tormes, río de la vida y la muerte.

Oh, Zeus, que tus sabios ojos vigilen su curso, que la fuerza de tu aliento mantenga despierta el agua, que las ninfas soñemos a su orilla, que bordemos con nuestros cantos la palabra amor, la enhechizada voluntad del tiempo.

De cómo se fundó el río Tormes 3 - Taller de Clara Obligado

Dolores, Miguel, Raúl e Isabel

En el principio de los tiempos, un chorrito de agua caía sobre el valle. Fue entonces cuando la Ninfa se acercó lentamente hacia aquel flujo de agua que corría. Decidió tocarla con las palmas de su mano y notar la frescura de aquella prueba evidente que le ofrecía la naturaleza. Prueba de que todo fluía sin miedo, a pesar de que existieran los Sátiros. Ella sabía de su existencia...

...por las narraciones que su madre le había do contando desde niña acerca de los orígenes del cosmos y las costumbres de los hombres sobre la Tierra. Una intuición asoló de pronto su inquieta mente: ¿Cuál era el origen...

...del agua? Ella, diosa de los ríos, novia escogida para el agua, Venus del llanto convertido en arroyo dudó de su origen.

Su desesperación se hizo líquida y el canto de sus ojos se sumó al chorrito del agua. La sabia Naturaleza le dio el soplo a aquel...

...bisberillo inicial, raudal después y, por fin, sereno el llanto, se hizo un remanso allí donde los robles formaban un hermoso claro en l bosque; allí donde también el dios Pan dormía plácidamente, si es que alguien tan irascible como él podía tener placidez.

Ay, qué sereno paisaje si la ribera no hubiera alcanzado las sandalias que enfundaban sus pies. Nunca Pan generó después una tormenta como aquella, con sus bramidos de cabrón enfurecido. De allí nació la leyenda de Tormes, hijo de la tormenta; río enfurecido y traicionero que sólo duerme si sestea y nadie turba sus orillas.


De cómo se fundó el río Tormes 2 - Taller de Clara Obligado

Raúl, Isabel, Paz y Andrea

En el principio de los tiempos, un chorrito de agua caía sobre el valle. Fue entonces cuando la Ninfa hilvanó su mirada en el cielo y comenzó a bordar aquellas gotas de lluvia entonando un canto:

Oh, Zeus, tú que me diste el soplo de vida...


...dame la fuerza de los vientos para enfrentarme a la tormenta, a su humor irascible y su aliento de fuego. ¿Cómo será mi vida, mi apacible vida, a su lado?...


...¿Cómo crecerá aquel que nacerá de mi amor por otro ser?

-Anteros te lo hará saber; él tiene la clave del amor mutuo.

-Padre, qué es ese hilo de vida que cae sobre el valle?

-Es Tormes, río que fluye entre puentes de Helmántica.


Mientras la Ninfa rogaba a Zeus e indagaba, no se daba cuenta de que aquellas aguas que empezaban a mojar sus pies y crecían envolviéndola, era fruto de su propio cuerpo. Eran sus lágrimas causadas por el temor que sentía no ver realizado su deseo; por eso este río se llama Tormes, por haber nacido de la tormenta que sentía en su interior.

De cómo se fundó el río Tormes 1 - Taller de Clara Obligado

Miguel, Raúl, Isabel y Paz

En el principio de los tiempos, un chorrito de agua caía sobre el valle, fue entonces cuando la Ninfa, mientras bordaba una enorme colcha para sus hermanos menores, escuchó unos leves pasos a sus espaldas, entre los arbustos. Intuyó una presencia que quiso disimular.


Un Sátiro clavó sus ojos en su cuerpo de diosa. La Ninfa tomó en sus manos un puñado de agua y lo arrojó al aire exclamando:

-¡Que la pureza del agua nuble tu deseo, oh sátiro, que el llanto y la lluvia ocupen tus ojos y enfríen tu sexo!


Vete, Sátiro, de aquí. Oh, raíces, venid en mi auxilio y aprisionad sus tobillos; y si no conseguís detenedlo, libad mi cuerpo y convertidlo en escarcha, en savia que corra y se filtre por la tierra!


-Qué es esa savia? -preguntó la Ninfa.

-Esa savia que corre es el nacimiento del río Tormes, que recorrerá su curso por paisajes repletos de robles, hayas y castaños hasta su paso por Salamanca; que apacible discurrirá entre puentes y los hombres admirarán su belleza, -contestó el Sátiro, nervioso al verse interrumpido en sus lujuriosos escarceos hacia la ninfa curiosa.

Ellos no sabían que Tormes había nacido por la unión carnal de Helman, el dios de las ranas, y de Tica, diosa de los juncos. Por eso la ciudad que se fundó en sus orillas se llamó HELMÁNTICA (Salamanca)


17 junio, 2006

Dos poemas de María Alonso

A MERCED DE TU CORRIENTE


Nos miraba el amor

tan complaciente,

que en las alas de tus ojos me dormía,

y soñé que allí en tu piel bebía

el placer que emanaba tu corriente.


En el hueco de tus manos me escondías,

recitándome en los labios tus lamentos,

y en la aurora ya del nuevo día

me cubrías con tu dicha,

asomándote a mi cuello.


Nos miraba el amor

tan complaciente,

que en el gozo de tu lazo me dormía,

y soñé que en tu abrazo sucumbía

navegando a merced de tu corriente.



S/T

Amanece,

café y pan caliente

junto a la ventana.

Para ti estos versos

para mí tu ausencia,

o tu lejanía...

Los vencejos chillan,

al aire le roban briznas.

Yo le robo al tiempo

aquel instante de tu boca

para hacerla mía,

y rescatar de nuevo

aquel fugaz encuentro,

fugaz como la vida.


Abría marzo el saúco

y en la ribera extendía

aquel perfume fluvial

de pura melancolía,

que escalaba a tus palabras

y en mi corazón prendía.


El tiempo es un murmullo

que cose nuestras vidas,

las ata con mil penas

o las borda de alegrías,

pero nunca se detiene

ni espera,

ni olvida

aquel instante de tu boca

que no pudo ser mía.

Si estuvieras aquí, por Juana Ciudad

"Si estuvieras aquí", pensé mientras paseaba por el puente romano y miraba las calmosas aguas del río Tormes bañando la tarde.
Qué hermoso día de mayo, florido y soleado, en que me entregué al recuerdo.
Mientras pisaba las centenarias piedras del puente contemplaba las orgullosas torres de la catedral y los acogedores vitrales de la casa Lys, una perla rescatada de las profundas aguas del tiempo y del abandono.
Imposible no mirar atrás, veinte, veinticinco años atrás, cuando esta casa no era sino un montón de escombros, cuando tú todavía no estabas, cuando aún no eras nada para mí.
Entonces también pisé estas losas, también paseé por la ribera de este río, observando a los patos escribiendo uves en el agua, también miré las flores. Eran otras, pero casi las mismas amapolas, análogas varas de zurrón de pastor, parejas anchusas, parecidos lupinos, idénticos manojos de semillas escapando de los chopos y posándose en mi pelo como extemporáneos copos de nieve.

Volverán las oscuras golondrinas

en tu jardín sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales jugando llamarán;

pero aquellas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha al contemplar;

aquéllas que aprendieron nuestros nombres, ¡ésas no volverán!



Todo era igual menos mi mirada, antes limpia y ahora esmerilada con la novedad feliz y engorrosa de la nostalgia, de los recuerdos, de la melancolía.
Seguí caminando. Me adentraba en el salvaje esplendor de la hierba hasta que de golpe me topé con el molino abandonado al gobierno del tiempo y sentí un escalofrío de tristeza y de gozo. Volví a pensar en ti.
Si estuvieras aquí, pensé, añorando tu presencia para poder decirte:
—Mira qué lindos colores los de ese pájaro que canta desde su rama.
"Si estuvieras aquí", pensé, echándote de menos, pero ahora pienso que si hubieras estado allí, caminando a mi lado, sincronizando, conmigo, los pasos, mirándome para encontrarte con mi mirada, no me hubiera dejado llevar por la tristeza de lo que nuca volverá, porque si tú hubieras estado allí no habría existido el pasado para mí.

Tú y yo, por Esther Patrocinio Sánchez

Desde la otra orilla he visto el reflejo. Después de tanto tiempo no sé si es el tuyo o el mío, quizá sea mejor llamarlo nuestro. Con las palabras que compartimos construiría un puente para cruzar a la otra orilla y comprobar si desde el otro lado las cosas se ven igual. Aún te envidio, porque tú todo lo has visto y permaneces impasible siguiendo tu camino. Tantas veces te han atacado y has resistido saltando diques, aguantando sequías y provocando tempestades con tu furia sin perder de vista el horizonte. Tú no mueres, sigues tu camino hasta fundirte junto al mar y recuperar tus ilusiones a golpe de ola que rompe en las costas desnudas llenas de rocas que en vano tratan de detener tu paso. ¡Quién fuera como tú, siempre el Fénix que renace para caminar junto a los mortales que vagan anhelantes buscando dejar su huella en la pequeña historia!

Terminan las actividades

Ayer terminaron las actividades presenciales de Un río de palabras. A partir de ahora siguen activos los paneles para colocar las construcciones con las palabras que vienen en los sobres y este blog, que permanecerá abierto lo que permita Blogger.com

Raúl Vacas estuvo en la Casa de las Conchas el martes 13 para ofrecernos un taller de poesía en el que fuimos alumnos aplicados del poeta. Raúl tiene la capacidad de mostrarnos de un modo sencillo y muy didáctico que existe un nivel avanzado en el trato con las palabras al que todos podemos acceder con un mínimo esfuerzo para convertirnos en poetas, al menos durante unas horas.

Clara Obligado volvió el jueves 15 con un segundo taller en el que se nos invitó a escribir de forma colectiva historias míticas sobre el nacimiento del río Tormes. Los resultados fueron sorprendentes en muchos casos.

Finalmente, el viernes, Juanjo Domínguez coordinó y animó con diversas canciones en directo, una lectura de textos que varias personas habían escrito en torno al tema del río. Fue una jornada llena de buena energía en la que se animó a todos los asistentes a seguir creando.

Publicamos a continuación varios de los textos que fueron enviados a unriodepalabras@gmail.com

El Sapo - Susana Delgado

Al viejo del río, le llamaban el Sapo. Él era el que sabía a qué hora exacta salían del agua las ranas y los sapos, y era el momento en que nosotros escapábamos a hurtadillas de casa con los coladores para la leche, a darles caza. La gente en el pueblo creía que le llamaban Sapo por las dos verrugas como canicas verdes que tenía en el brazo, pero lo cierto es que el viejo nos contaba que había sido un sapo hace muchos, muchos años. Un sapo real, de los que cogíamos cuando se hacía de noche. Un feo sapo hasta que conoció a su Flaca, que hacía el mejor pollo al ajillo del pueblo, y tuvo que volverse humano, y volverse bueno. Nos pasábamos la tarde recogiendo insectos para las ranas, vivos, porque como todo el mundo sabe, si le das moscas muertas a una rana no se las come. A veces el viejo nos pillaba mirándole las verrugas, y entonces nos agarraba fuerte de la nuca y nos hacía mirarle fijamente a los ojos, muy cerca, nariz con nariz, hasta que parecíamos cíclopes. Entonces podíamos verlo, tenía las pupilas totalmente horizontales, iguales a las de los sapos del río. Y ya no había duda.


Los renacuajos están siempre debajo del agua, y como todo el mundo sabe, sólo salen al exterior cuando se hacen adultos, y ya pueden respirar fuera. Por eso ninguno de nosotros entendió que aquella noche una grúa sacara al viejo del río, sin zapatos y con los bolsillos de la camisa llenos de piedras. Al principio, no nos preocupamos demasiado porque, los sapos respiran por lo pulmones pero también pueden hacerlo a través de la piel, y mientras se mantuviese húmeda los sapos no morían. Algunos nos acercamos a ver al viejo, que estaba tirado en la orilla y rodeado por un montón de gente. Estaba algo azul y algo hinchado y con ese gesto que comprendí después se le queda a la gente cuando pierde.


Si al Sapo lo andaban buscando los malos, pensé, posiblemente le hubiese dado por hincharse para parecer más grande e intimidar a los depredadores como hacen las ranas, pero el caso es que el viejo no se movía nada. Ni un ápice. No se movió a pesar de gritarle que habíamos capturado quince ranas esa noche. Ni siquiera se movió cuando llegó la flaca llorando y gimiendo que era como un chiquillo y que maldita la hora en que salen los sapos. Y ahí estábamos, con las rodillas sucias y los ojos enormes. Creo que fue mi madre acariciándonos la cabeza a todos, la que marcó la línea que separa los cuentos del río del resto. Empezaron a temblarme las manos, y se me cayó el bote con las ranas, y todas volvieron hacia el río, como ya nunca hicimos nosotros, y los ojos se nos llenaron de lágrimas por habernos quedado sin sapos. Pero lo peor es que tuvimos que meternos las manos en los bolsillos, apretar fuerte lo puños y dejar que todos nos viesen llorar, porque como todo el mundo sabe, los sapos tienen una sustancia en la piel para protegerse, y es mejor no frotarse los ojos cuando se ha pasado tanto tiempo con un Sapo.

09 junio, 2006

El río sagrado, por Juana Ciudad - Taller de Clara Obligado 08/06

El río sagrado

Las aguas turbias y pesadas del río Ganges dejan su poso sobre el Ghat de los lavanderos, lamiendo los saris de colores extendidos bajo los rayos del sol. A pesar de la poca claridad de las aguas, la ropa está limpia. Hombres que parecen los esqueletos de sí mismos golpean la tela contra los escalones.

No lejos de allí, unas niñas hacen tortas con las boñigas de las vacas y las pegan a las paredes hasta que se secan y pueden apilarlas para venderlas como combustible. Sus manos, sus vestidos, y hasta sus caras están sucias de bosta, sólo sus ojos y sus dientes relucen bajo una amplia sonrisa.

Un poco más adelante, el cuerpo de un leproso, devastado ya en vida, y cubierto a medias por andrajosos trozos de tela, es arrastrado hacia la orilla del río por un intocable. Alrededor de la cabeza del muerto, escapan tiras de tela manchadas de rojo y dos perros que siguen al fardo tironean de los andrajos, lamen la sangre y sacan bocados del cadáver sin que nadie les espante ni les niegue el festín. El intocable ata una piedra al cuerpo del leproso, la sube a una barca y se adentra en el río sagrado. Desde la orilla, los perros lloran con su ladrido el bocado que se les escapó. Cuando la barca alcanza el centro del río, el hombre tira la piedra al Ganges y el cuerpo del leproso se sumerge tras ella hasta descansar entre el fango. Éste es el fin de los leprosos, los que mueren aquejados de varicela, los niños que mueren recién nacidos, las mujeres embarazadas, los liberados o shadus y los que fallecen por mordedura de serpiente. A todos ellos les es negada la incineración.

Sólo unos pasos más allá, en alguno de los muchos Ghats que se alinean a la orilla del río, hombres, mujeres y niños hacen sus abluciones. Lavan sus cuerpos, su cara y sus dientes mirando a Suria, el dios Sol al que le piden el privilegio de morir en esta ciudad, Benarés, para ir directamente al cielo sin necesidad de sucesivas reencarnaciones. Aquí se asean y purifican los peregrinos antes de hacer sus rezos.

Junto a ellos, los shadus, con sus pelambres trenzadas con hierbas y flores, sus cuerpos y rostros cubiertos de ceniza, en paz y sosteniendo su tridente como símbolo de culto a Shiva, dicen sus oraciones.

Mientras, en el Ghat de las incineraciones, se queman los cuerpos de los fallecidos ese día: con madera de calidad y ricas esencias los poderosos, con desechos de madera y bosta de vaca, los pobres. Después de la cremación, los restos serán arrojados también al Ganges que todo lo acoge, al río sagrado que arrastra despojos humanos y animales, basuras, candelas encendidas como ofrendas de fuego y aromáticas guirnaldas de flores.

Juana Ciudad

Don... Letra Hispánica (C/ Libreros)

Varios en la Casa de las Conchas (3)





Varios en la Facultad de Filología (Pza. Anaya)



Elena Plaza - Taller de Clara Obligado 08/06

Ya regresé. Después de tantos años, vuelvo a estar tumbado en la orilla de mi río. La última vez era sólo un muchacho con miedo y ganas de comerse el mundo. Ahora aún no soy un hombre, digo teniendo miedo y sé que no es necesario comerse el mundo para vivir intensamente.

Atrás, en otros países, en otros ríos, han quedado estos años. Como el agua que arrastra hojas, ramas, que cobija peces y algas, así los años han arrastrado y cobijado amores, amigos, amantes.....

El agua es siempre igual en todas partes, pero no los ríos que las llevan. Los días son siempre iguales (mañana, tarde, noche), pero no las vidas que vivimos en ellos.

En esta orilla, de nuevo mi orilla, la de mi infancia, la de mis juegos, siento que ya no soy de ella. Hay otra orilla, en otra parte, que me reclama, que se mete por mi ropa y por mi piel y que me hace suyo, tan suyo, que ya no sé de qué río soy, ni de qué orilla, ni de qué mujer.

Mª Elena Plaza Martín

Clara Obligado en las Conchas


Ayer jueves tuvimos la oportunidad de compartir con la escritora Clara Obligado un taller de creación alrededor de su relato El río, el río. Publicaremos en el blog algunas de las creaciones que realizaron los asistentes.

08 junio, 2006

Varios en Librería Víctor Jara (C/ Meléndez)




Varios en Librería Plaza (Rúa Mayor) (4)


Varios en Librería Plaza (Rúa Mayor) (3)





Varios en Librería Plaza (Rúa Mayor) (2)








Varios en Librería Plaza (Rúa Mayor)





Varios en Librería Hydria (Plaza de la fuente)






Varios en la Casa de las Conchas (2)





Varios en la Casa de las Conchas





Polvo y luz... Casa de las Conchas