Cuerpo de Hombre, por Paz Castaño
Me llaman Cuerpo de Hombre y mi madre es la Naturaleza. Ella me engendró en las entrañas de la tierra y me parió allá en la montaña de Calvitero. Cuenta que mi nacimiento fue discreto; apenas un hilo de vida corría por mis venas.
A medida que exploro el mundo, sierra abajo, mi cuerpo crece y se hace más fuerte. Mientras me dejo deslizar suavemente por el valle, llega hasta a mí el susurro de los castaños y los olmos que invaden los sotos. Mi viaje es muy placentero salvo cuando entro en Béjar; me siento encajonado y ceñido entre fábricas que han creado los hombres, aprovechándose de mis aguas jabonosas gracias a la Saponaria que crece en mi ribera. Pero me escupen su porquería tras abatanar y lavar la lana y, además, no se cansan de insultarme; me llaman maloliente. Madre me aconseja que no haga caso, que arrastre con fuerza esa suciedad y ruja todo lo que pueda para no oírles, que al fin y al cabo no pueden hacerme daño. Solo son hombres.
Mi recompensa es seguir mi curso camino de Puerto de Béjar. Cuando ante mí aparecen de pronto sus montes me lleno de su belleza, sobre todo en otoño con su variedad de tonos amarillos, tostados y el verde desvaído de sus castaños; me abro relajado hasta llegar a Montemayor del Río, donde muero un poco cada día al verterme en mi padre Alagón, hijo de Tajo, a su vez hijo de Atlántico.
A medida que exploro el mundo, sierra abajo, mi cuerpo crece y se hace más fuerte. Mientras me dejo deslizar suavemente por el valle, llega hasta a mí el susurro de los castaños y los olmos que invaden los sotos. Mi viaje es muy placentero salvo cuando entro en Béjar; me siento encajonado y ceñido entre fábricas que han creado los hombres, aprovechándose de mis aguas jabonosas gracias a la Saponaria que crece en mi ribera. Pero me escupen su porquería tras abatanar y lavar la lana y, además, no se cansan de insultarme; me llaman maloliente. Madre me aconseja que no haga caso, que arrastre con fuerza esa suciedad y ruja todo lo que pueda para no oírles, que al fin y al cabo no pueden hacerme daño. Solo son hombres.
Mi recompensa es seguir mi curso camino de Puerto de Béjar. Cuando ante mí aparecen de pronto sus montes me lleno de su belleza, sobre todo en otoño con su variedad de tonos amarillos, tostados y el verde desvaído de sus castaños; me abro relajado hasta llegar a Montemayor del Río, donde muero un poco cada día al verterme en mi padre Alagón, hijo de Tajo, a su vez hijo de Atlántico.
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