Parar, por Miguel Cobaleda
Corríamos cada uno por una de las orillas, parecía un juego pero no había puente, nuestras miradas atravesaban un abismo insalvable que igualmente hubiese podido ser entre montaña y montaña, entre mundo y mundo, entre la vida y la muerte.
Ni siquiera nos atrevíamos a hacer gestos para no sobrecargar ese hilo de nada que nos separaba y unía ¿cómo podíamos saber que la soledad no puede sobrecargarse? Éramos muy niños -la vida humana no da para crecer- y quizá no sabíamos verdad tan evidente, pero la sima infinita nos parecía infinita, sólo al madurar vas aprendiendo, que ya digo que en una vida humana no se puede no hay tiempo.
Vagamente recuerdo que estaba en nuestro ánimo empezando a crecer la idea de que tendríamos que despedirnos, pero sin saber muy bien cómo. Y entonces apareció el buhonero.
En efecto, te despides de alguien que se marcha y al que no volverás a ver, al menos durante un tiempo. Y no te despides de aquéllos a quienes ves y oyes de continuo, pero... El buhonero tenía, me dijo (nos dijo, y eso es raro, quizá es que había a la vez dos buhoneros, o uno solo que estaba en ambas orillas del río) la solución del problema. Porque claro, que veas y oigas al otro no significa que no haya una sima entre ambos y que, por lo tanto, no debas realmente despedirte.
La respuesta era un silbato, así de simple, un silbato. Una pieza pequeña de metal muy gastado aunque con brillo de plata, una ranura ciega que mataba el sonido, un silbato sordo, eso es lo que me dijo... y silbó con toda fuerza y no oí no oímos nada pero el río se paró de repente, todo el río, hecho piedra al instante el entero caudal. Dudé yo si sería de verdad el silbato, o el silbato era truco para ocultar la magia y el inmovilizador de ríos era el propio buhonero; como éramos niños, de algo teníamos que dudar para quedarnos tranquilos con una explicación alternativa y satisfactoria.
Y ya no hubo más. Pasamos andando por sobre el sólido puente de agua detenida, nos dimos un abrazo, jugamos a deslizarnos y a saltar y a correr, al fin nos cansamos de certificar la maravilla y salimos del cauce. El buhonero silbó nuevamente en silencio y el flujo del torrente se convirtió en torrente, a veces los milagros son tautologías.
Ya me maliciaba el precio impagable que iba a pedirme el hombre por aquel artilugio (si no pensaba venderlo ¿por qué tanta propaganda?), cuando lo deslizó en mi mano, diciéndome es un regalo y me quedé como el río, detenido y de piedra, puro asombro admirado y gratitud fósil.
Allí fue ella. Parar, fluir, parar, fluir, parar, fluir... el pobre caudal estaba como poseso, ya podéis imaginar, juguete de un niño que tiene un silbato paralizador de ríos...
Cuando el viejo ambulante me vio pensativo -muy luego de tanta aventura maravillosa-, observando el cilindro con ojo analítico, acercándome al agua y examinando las ondas como hidráulico experto, sonrió comprensivo y se avino a explicarme por tranquilizar mi ánimo.
En efecto, era un truco, no se puede parar la corriente de un río. Lo único que hacía el famoso silbato (que guardo en algún sitio como recuerdo de infancia) era moverlo todo, todo lo demás, las orillas, los árboles, las montañas, los campos, los soles, las estrellas, a la misma velocidad con que fluía el agua, dando de este modo la sensación -pero falsa- de que era el propio torrente el que se había parado. Así se explica, no podía ser de otro modo, nadie puede detener la corriente de un río.
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