Desde esta orilla, por Clara González
A esta hora aún temprana del alba, que la ciudad comienza a desperezarse, mi perro, atrapado por la correa al picaporte, sigue mis pasos tumbado sobre el suelo, mientras rezonga y levanta la cabeza, esperando el momento para salir a la calle. Al apagar la luz, como en un ritual, se levanta, se sacude las orejas, y con la lengua fuera jadea. Es el instante que por la ventana un bosquejo de luz comienza a iluminar la sala. Lentamente, a medida que los días se alargan, los colores van adquiriendo tonalidad entre la penumbra.
Fuera, sobre el puente que cruza el río, la luz ambarina de las farolas corteja el agua. Con paso constante cruzamos el puente. Tor, a mi paso, husmea el suelo, cuela el hocico entre los barrotes de la barandilla y se lo lame. Abajo la panza del río rumia espesa entre los ojos del puente, mientras el amanecer contornea la ribera. Los juncos violáceos, parpadean entre la brisa y la corriente del río. Los sauces, hacía el suelo, bosquejan sus ramas lloronas. Mientras la claridad extenúa la luz de la farolas, el cielo se bebe el río, lo platea, lo realza allá donde el sol expande en tira-líneas sus rosáceos rayos sobre las aguas.
Con fragor, el trinar de los pájaros se propaga en un eco encadenado, y resuena en los flancos almidonados del río. Entre la vegetación que enaltece las aguas como en un espejo, las ondas, en minúsculos círculos, se agrandan, y milagrosamente, en un instante, desaparecen. Sobre el cauce que va hacía el viejo molino, las aguas atropelladas se precipitan en pequeñas cataratas sobre la presa, y es cuando, el rumor del agua me cautiva y la soledad me sobrecoge.
A lo lejos, sobre los puentes, viandantes de un sentido a otro, como miniaturas cruzan el río, mientras se pierden borrosos entre la luz que cae solazada sobre las aguas. A palo de ciego, el perro tira de mí, bajamos por un talud. Cada vez más deprisa nos precipitamos sobre la chopera. Las copas de los chopos, altivas, divulgan el cielo, mientras que las hojas, como serpentinas tornasolan el suelo, y el aire las mece de plata a verde.
A pinceladas, el sol se entretiene matizando colores. Con chispas doradas, motea las aguas, destellos del río, donde la luz se hiende ciega bajo la profundidad. Desde la orilla siento a mi perro zambullirse sobre el agua, sale trepidando y se sacude la humedad. Se sienta a mi lado y a dos patas, ronronea cuando le acaricio, mientras una brisa de seda acaricia los chopos, y las ramas crepitan como si ardieran. El cielo se rompe bajo mis pupilas, bajo este río ciego que evoca mi pensamiento, cuando recuerdo los días que aún veía.
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