Los muros del castro, por Mercedes Hernández
Del fondo de un baúl rematado en acero, Ofelia sacó una mantilla de lana, tejida a mano, para abrigar a la recién nacida. Luego, se acercó a la leña apilada y cogió unos cuantos leños para echarlos al fuego que ella misma había encendido unas horas antes. La mañana era gélida, y no quería que a su bisnieta, la tercera, la estremeciera el gélido viento frío de enero.
Leonor despertó al mundo con su llanto, pero en cuanto la tranquilizaron los arrullos maternos, su mirada inquieta voló por los alrededores del antiguo castro celta donde habían vivido sus antecesores de más de siete generaciones, y que llegaron allí a probar suerte junto al río Astueca, conocido hace muchos siglos, como el río del oro. De aquella época solo quedaban los lavaderos horadados en el granito y unas nueve familias que luchaban por la supervivencia diaria junto a las márgenes del río.
Leonor se trasladó al pueblo con su familia unos meses antes de cumplir los quince años. Intentaron alimentarla con el recuerdo de una historia que le parecía ajena y con proyectos que los sacaran a todos de allí. Desde entonces, la acompañaba una extraña sensación, como de estar en medio de dos cosas, igual que el río que conocía estaba entre dos orillas.
-Desde luego, esta chica no es como las mujeres de esta zona -escuchaba a menudo a sus espaldas como una queja desesperada.
Leonor no había nacido para ser símbolo del silencioso trabajo de las mujeres que conocía y de aquellas de las que había escuchado hablar. No quería alimentar fuegos que alimentaran ollas de cobre, ni despellejar animales, ni seguir escuchando leyendas mientras contemplaba cómo se extinguían las últimas ascuas bajo las estrellas. Era confortable, pero era insuficiente. Del pasado solo le atraía la vida de su bisabuelo Esteban quien, en época de hambre, se descolgaba con una cuerda por los escarpados riscos y cruzaba el Cañón del Duero para conseguir, detrás de la otra orilla, alimentos y otros productos que luego vendía de estraperlo.
En muchas ocasiones, y aun en su adultez, Leonor iba hasta lo alto del risco y desde allí, sentada, observaba el río, ancho y profundo de cruzar, y largo hasta el infinito puesto que ni ella, ni ninguno de su familiares, sabía dónde nacía o hasta dónde llegaba a morir. Si era verano, bajaba al margen del río que la había visto llorar por primera vez, metía los pies en el agua y se inundaba de su corriente mientras miraba la otra orilla, detrás de cuya arboleda amanecía Portugal, y, un poco más allá, el mar. Sentía, entonces, y siempre, que le faltaba una mitad, que no sería una Leonor completa hasta que no conociera las dos orillas del río, sus dos vidas; de mismo modo que su río del oro, o ningún otro, sería río si no tuviera dos orillas. “Mi hombre no está en esta orilla”, se decía en la contemplación del paisaje; “Ni mi hombre, ni mi vida”. Esta idea latía adormilada en sus sienes, como un virus que no recuerda su función hasta que es espoleado por el recuerdo. El impacto que abasteció de virulencia al sueño de Leonor fue la imagen de su abuelo Esteban, convertido, éste, en la leyenda donde ella apoyaba su añoranza, y su deseo de escapar de los muros del castro. Era la leyenda donde ella podía pasear su cerco misterio, además de junto a la orilla del río Astueca.
Estaba orgullosa por vivir en el mismo lugar en que se asentaron los celtas, o por dormir bajo el mismo cielo que conocieron los romanos; pero, sobre todo, por heredar el río inagotable que se abrazaba a la risco y se escondía, en un perfecto meandro, a su izquierda.
-Si tuviera el coraje de mi abuelo -dijo un día a sus padres-, y algo tendré, porque llevo su sangre en mis venas, cruzaría el río y abandonaría los muros del castro.
Con el paso de los años, Leonor lanzaría una moneda al aire y arriesgaría a cara o cruz. También ella se convertiría en un símbolo para el pueblo, con sus dos caras, como su río de oro: vida y muerte; realidad o quimera.
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