18 junio, 2006

Primavera, por Claudia Toda

Hay historias comunes y corrientes, corrientes como acequias que mueren en alcantarillas, corrientes como los intermitentes charcos de las calles. Historias que de pronto muestran el resbaladizo azabache de una babosa oculta o el reflejo tardío de una espadaña en una tarde larga y suave.

Las historias corrientes fluyen de boca en boca, avanzan, cambian, evolucionan, se remansan, se embalsan, a veces se resecan en forma de viejas leyendas o se eutrofizan en mitos cenagosos… Pero si hay suerte cierran su ciclo, manan siempre de fuentes diferentes, fluyen de otras bocas a otros oídos y vierten al eterno mar de las palabras, donde todo es posible y el lago se convierte en mar y la mísera cabaña en un palacio y el joven pescador en príncipe de virtudes incontables… Así son las palabras y así son las historias.


Hay, además, personas comunes y corrientes que como acequias acuden al trabajo cada día y como intermitentes charcos se atreven a soñar con otros mares. Personas que de pronto se abren como granadas, mostrando un sinfín de negras pepitas brillantes o el reflejo azul de una tarde de sol en el Mediterráneo.

Las personas corrientes fluyen de unas etapas de la vida a otras, avanzan, cambian, evolucionan, se remansan, se embalsan, a veces se resecan en forma de viejas ilusiones o se eutrofizan en rencores cenagosos… Pero si hay suerte cierran su ciclo, manan siempre de lugares diferentes, fluyen buscando bocas que cuenten y oídos que escuchen aquellas historias provenientes del eterno mar de las palabras en el que todo es posible y la ciudad se vuelve metrópolis y la oficina es un velero y uno mismo, quién sabe, es un contador de historias infinito…. Así son las personas y así son las palabras.


Sucede a veces que una persona corriente se encuentra con una historia corriente y no puede dejarla escapar; sucede que las historias dan con el protagonista adecuado y no pueden permitir que la trama no se represente.


Venía el verano pronto o tarde, dependía de la hora del día. A las tres de la tarde el sol era intenso y la sombra se hacía imprescindible, pero hacia las nueve se levantaba una brisa fresca que hacía aflorar las chaquetas y enfriaba lentamente las puntas de los dedos. Hacía tiempo que lo conocía y que le interesaba; algo en él creaba un campo intenso de atracción, y ella quería explorarlo y saber si habría quizás alguna acequia escondida en que poder meter los pies en una tarde calurosa. Quería surcar ese campo y poner la oreja en la tierra y escuchar si, en las profundidades, sonaban aguas subterráneas.


(Hacía tiempo que, en el mar de las palabras, una corriente de fondo se había puesto en movimiento).


Empezaron a verse con cautela, recordando citas adolescentes. Sin rumbo atravesaban la ciudad, disfrutando la sombra de centenarias catedrales, aprovechando agradables rincones poco conocidos, explorándose en palabras que se alargaban y en conversaciones que se estiraban más allá del atardecer. Al lado del río había un paseo en cuyas lindes habían salido amapolas y campánulas, transitado por niños en bicicleta y adolescentes tan desorientados por aquella explosión de primavera como ellos mismos. Al fondo del paseo había unas mesas que ellos usaban como bancos; se sentaban allí a ver pasar el agua, algún piragüista solitario, a las golondrinas cazando mariposas con nombre de letras griegas… Jugaban a adivinar la dirección del río, a juntar palabras absurdas, a contarse lo primero que les pasaba ante los ojos. Un día él le contó que las derivadas podían entenderse si se pensaba en ríos, puentes y barcas, y ella no entendió nada pero pensó que derivar sólo podía entenderse una vez que avanzas sin rumbo por un mar de palabras ondulantes… a la deriva bajo el sol.


(En el mar de palabras, en efecto, la corriente de fondo había empezado a levantar pequeñas ondas intermitentes).


Habían ido tomándose la medida, y ahora ella sabía que el campo que él irradiaba contenía, además de una acequia, un complejo sistema de canales que dibujaba una perfecta cuadrícula. Cada cuadro era verde y fértil, cultivado con esmero, cada uno era distinto y cada uno era, en sí mismo, un mundo nuevo. Además, puso la oreja en la tierra húmeda y oyó en su fondo un fluir atronador de notas musicales, un torrente incontenible y desbordante. Tuvo, quizás, un poco de miedo.


(Las palabras, en aquel mar remoto, habían comenzado a encadenarse en forma de olas).


Hacía tiempo que el sol se había ocultado y un pedazo fragmentario de la ciudad brillaba ante ellos, iluminado por farolas y surcado por pequeños coches de faros amarillos. Una mano fría se coló bajo un jersey, una nariz fría buscó el calor de un cuello, la carne de gallina y el alma de cristal…


(La historia ya no podía esperar, se reveló brillante en la cresta de las olas y se anudó alrededor de ellos, anudándolos).


Así que ellos se aferraron a la historia y la representaron. Abrieron las compuertas y compartieron todas las corrientes que los componían: compartieron literatura y sinfonías, compartieron bromas absurdas y obsesiones aún más absurdas, mezclaron experiencias y recuerdos, desembocaron uno en el otro, eran afluentes y receptores al mismo tiempo, eran mar y nube y lluvia y palabras que salían de ningún sitio. Cuando él estaba boca abajo, ella recorría el surco suave de su espina dorsal con un dedo: allí estaba todo. Ése era el canal por el que fluían letras, notas, besos y caricias, derivaciones y desvaríos… Apoyaba la oreja contra su espalda y oía cómo, entre las vértebras, aquel río subterráneo se convertía en un mar inmenso que le contaba historias.

Le contaba, a veces, esta historia. La historia corriente de dos personas corrientes que se vieron de pronto en un velero, surcando el perfil de las metrópolis y capaces de crear, con sólo escucharse, incontables historias infinitas.