17 junio, 2006

El Sapo - Susana Delgado

Al viejo del río, le llamaban el Sapo. Él era el que sabía a qué hora exacta salían del agua las ranas y los sapos, y era el momento en que nosotros escapábamos a hurtadillas de casa con los coladores para la leche, a darles caza. La gente en el pueblo creía que le llamaban Sapo por las dos verrugas como canicas verdes que tenía en el brazo, pero lo cierto es que el viejo nos contaba que había sido un sapo hace muchos, muchos años. Un sapo real, de los que cogíamos cuando se hacía de noche. Un feo sapo hasta que conoció a su Flaca, que hacía el mejor pollo al ajillo del pueblo, y tuvo que volverse humano, y volverse bueno. Nos pasábamos la tarde recogiendo insectos para las ranas, vivos, porque como todo el mundo sabe, si le das moscas muertas a una rana no se las come. A veces el viejo nos pillaba mirándole las verrugas, y entonces nos agarraba fuerte de la nuca y nos hacía mirarle fijamente a los ojos, muy cerca, nariz con nariz, hasta que parecíamos cíclopes. Entonces podíamos verlo, tenía las pupilas totalmente horizontales, iguales a las de los sapos del río. Y ya no había duda.


Los renacuajos están siempre debajo del agua, y como todo el mundo sabe, sólo salen al exterior cuando se hacen adultos, y ya pueden respirar fuera. Por eso ninguno de nosotros entendió que aquella noche una grúa sacara al viejo del río, sin zapatos y con los bolsillos de la camisa llenos de piedras. Al principio, no nos preocupamos demasiado porque, los sapos respiran por lo pulmones pero también pueden hacerlo a través de la piel, y mientras se mantuviese húmeda los sapos no morían. Algunos nos acercamos a ver al viejo, que estaba tirado en la orilla y rodeado por un montón de gente. Estaba algo azul y algo hinchado y con ese gesto que comprendí después se le queda a la gente cuando pierde.


Si al Sapo lo andaban buscando los malos, pensé, posiblemente le hubiese dado por hincharse para parecer más grande e intimidar a los depredadores como hacen las ranas, pero el caso es que el viejo no se movía nada. Ni un ápice. No se movió a pesar de gritarle que habíamos capturado quince ranas esa noche. Ni siquiera se movió cuando llegó la flaca llorando y gimiendo que era como un chiquillo y que maldita la hora en que salen los sapos. Y ahí estábamos, con las rodillas sucias y los ojos enormes. Creo que fue mi madre acariciándonos la cabeza a todos, la que marcó la línea que separa los cuentos del río del resto. Empezaron a temblarme las manos, y se me cayó el bote con las ranas, y todas volvieron hacia el río, como ya nunca hicimos nosotros, y los ojos se nos llenaron de lágrimas por habernos quedado sin sapos. Pero lo peor es que tuvimos que meternos las manos en los bolsillos, apretar fuerte lo puños y dejar que todos nos viesen llorar, porque como todo el mundo sabe, los sapos tienen una sustancia en la piel para protegerse, y es mejor no frotarse los ojos cuando se ha pasado tanto tiempo con un Sapo.